Desde el siglo I a.C. se desarrolló entre los romanos la afición por las grandes vasijas decorativas de mármol. Inmensas ánforas o cráteras comenzaron a adornar los jardines de las ricas mansiones, recordando con su forma la opulencia de los festines y la pasión báquica por la bebida: no en vano servían las ánforas de barro para transportar el vino y la cráteras para mezclarlo con agua y permitir su consumo civilizado.Sin embargo, la decoración de estos objetos no aludía siempre de forma directa al ciclo de Dioniso: en ocasiones los motivos figurados podían buscar otros modelos, y el prestigio de los temas diseñados atraía fácilmente a los compradores más cultos y sutiles. Sin duda quien adquirió la presente crátera -hoy cortada por la mitad de su panza y desprovista de su pie- sabía que la lucha de los centauros contra los lapitas tuvo lugar a causa de la borrachera de aquéllos en las bodas de Pirítoo. La centauromaquia se convirtió desde muy pronto en prototipo mítico de la lucha entre la humanidad civilizada -los griegos- y la naturaleza salvaje -los bárbaros-, y ello explica su sistemática aparición en los monumentos alusivos a las victorias contra los persas durante las Guerras Médicas. Entre estos ciclos decorativos, que permiten seguir paso a paso la evolución plástica de las figuras, hay uno que, aunque conocido sólo por textos, pudo servir de modelo para el presente friso: se trata del combate que fue añadido al escudo de la Atenea Prómacos de Fidias: esta obra de Mis (o Mys) basada en dibujos de Parrasio -y por tanto fechable a fines del siglo V a. C.- debía mostrar, como era común en la pintura de la época, figuras muy planas, con incipiente sombreado y pies colocados a distintos niveles, como si pisasen un terreno irregular.
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