Cristo, situado en medio de la composición, señala con su brazo extendido a Lázaro, que acaba de volver a la vida. Le acompañan algunos apóstoles, varios testigos y Marta y María, todavía afligidas por la muerte de su hermano. La acción y los personajes proceden del Evangelio de San Juan (11, 33-44), y han sido objeto frecuente de representación pictórica. A diferencia de lo que era habitual, Ribera sitúa la escena en un interior, limita el número de personajes y crea una composición cerrada, sin referencias al exterior. Todo ello, junto con el empleo de figuras de tamaño ligeramente mayor que el natural, de algo más de medio cuerpo, dispuestas en friso y proyectadas sobre un fondo oscuro, da lugar a una de sus composiciones con un carácter más monumental, con un sentido narrativo más unitario y en las que la representación de acciones y emociones alcanza un mayor protagonismo.
Por su formato apaisado, el número de sus personajes, el empleo de figuras de medio cuerpo y el énfasis en la representación de los afectos, se integra en un conjunto de pinturas de "historia" que definen muy bien la etapa romana de Ribera y sirven para diferenciarla, en lo que se refiere a estrategias narrativas, de la napolitana. Sin embargo, es una composición muy equilibrada y estudiada, en la que se aprecia una apertura cromática y una notable densidad matérica, lo que invita a pensar en una datación cercana al final de su estancia en Roma, hacia 1616. Tanto por el tema como por su organización narrativa, así como por la identidad del presumible primer propietario de la obra y la presencia de varios personajes vinculados a pinturas tempranas de Ribera, puede considerarse la culminación del camino que emprendió el pintor en Roma y que experimentaría un giro notable una vez establecido en Nápoles.
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