Las obras de Pedro Camprobín constituyeron la alternativa más importante que hubo en Sevilla a mediados del siglo XVII a los bodegones de Francisco y Juan de Zurbarán, lo que le permitió dominar el mercado local tras sus muertes. Frente al rigor geométrico y la concentración expresiva de estos, Camprobín prefirió composiciones en las que los objetos se disponen de manera aparentemente más casual, y desarrolló una extraordinaria pericia en la transcripción de las texturas. Son cualidades que se aprecian en esta obra, en la que ha jugado con el supuesto desorden de las frutas derramadas, cuya piel tiene una calidad aterciopelada inconfundiblemente suya. Como contrapunto del arremolinado mundo vegetal coloca una vasija de cerámica y una copa de vino de elegantísimo perfil, jugando con un tipo de contraste al que fue muy aficionado.
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