Goya se presenta aquí, voluntariamente, vulnerable y frágil, en la faceta más serena y acogedora de su personalidad. Sobre el fondo oscuro, hecho con pinceladas entrecruzadas con rapidez y brío, destaca la levita castaño-rojiza, sobre la que contrasta la camisa de cuello abierto y blanquísimo, pintadas ambas, levita y camisa, con toques más elaborados que los del fondo. Esa técnica, a la manera de la pintura veneciana, acentúa la piel suave y sonrosada, algo flácida ya, del Goya en los umbrales de la vejez. La elaborada materia, de riqueza excepcional, hace resaltar la luminosidad del rostro, que necesita de muy poca luz externa para destacar en el “aire ambiente”, casi velazqueño, en el que está inmerso. Es un autorretrato muy diferente al del artista ante el caballete (P775); aquí ha desaparecido la mirada hacia el espejo y el pintor consigue mirar al destinatario del cuadro.
Está firmado y fechado en el fondo, a la izquierda, inciso sobre la pintura, tal vez con la contera del pincel.
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