Una dama sentada en un jardín, recibe un cesto de rosas de mano de un niño. La profusión de flores alrededor de la dama y la corona que toca su cabeza, junto a su ubicación en un jardín cortesano, con una estatua al fondo, la identifican con una alegoría de la diosa Flora.
La pintura se relaciona con una serie de composiciones similares que realizó Van der Hamen en la década de los años veinte, en ocasiones como alegorías de las distintas estaciones o narrando escenas mitológicas, que le convirtieron en algo más que un mero pintor de bodegones. Su capacidad para la captación de las figuras se hace visible en esta pintura. Asimismo, a través de la perspectiva de los setos, queda patente su habilidad para la composición. Todas ellas son características que completan su conocida minuciosidad en la pintura de flores, como demuestra el maravilloso grupo de primer término.
La obra, presente en la colección del conde de Solre -capitán de la guardia flamenca del rey Felipe IV, a la que también pertenecía el pintor- en 1638, ilustra un tipo de pinturas muy estimadas por los aristócratas madrileños del momento, que hicieron de Van der Hamen uno de los artistas más notables de la corte.