Obra cumbre de la retratística romántica española y el más atractivo de los retratos femeninos de su autor, es, sin duda, la obra más emblemática de las colecciones del siglo XIX del Museo del Prado.Amalia de Llano y Dotres (Barcelona, 1821- Madrid, 06/07/1874) contaba con treinta y dos años cuando Madrazo la retrató. Casó el 12/10/1839 con Gonzalo José de Vilches y Parga (1808 - 1879), que sería I conde de Vilches desde 1848, del que el Prado conserva dos retratos (P02879 y P02887). Destacada defensora de la causa monárquica desde la caída de Isabel II, fue escritora aficionada, llegando a publicar las novelas ´Berta´ y ´Lidia´. Fue madre del II conde de Vilches, quien legó este cuadro al Prado, ingresado en 1944, después de haberlo cedido en usufructo a su hijastro, el conde de la Cimera.Unida por una gran amistad a Federico de Madrazo, quizá ésto explique el especial encanto y el primor exquisito que el pintor supo alcanzar en este retrato. La Condesa frecuentó la casa de los Madrazo, especialmente con motivo de sus veladas musicales, en las que incluso llegó a cantar, acompañada del piano.Madrazo alcanza en esta efigie la conjunción perfecta de todos los recursos plásticos alcanzados en su producción madura, alcanzando en esta ocasión su refinamiento más esmerado, al servicio de una de las mujeres más hermosas y encantadoras del Madrid isabelino. Interpreta el retrato con un marcado aire francés, muy adecuado a la elegancia de la modelo, aprendido durante su formación en París junto a Ingres. La pose de la dama consigue transmitir una sensualidad bien ajena a la tradición española. La pose coqueta de la modelo es, sin embrago, estudiadamente informal, lo que sirve al artista para conceder a la obra un grácil movimiento. La iluminación empleada por Madrazo hace que la blancura de las carnaciones femeninas destaquen contra la acusada oscuridad del fondo, a la vez que acentúa la sensación cromática. La sutileza de ciertos gestos de la modelo, como la delicadeza con que sostiene el abanico, el contacto casi imperceptible de sus dedos con el óvalo facial o la dulcísima sonrisa, replicada por su seductora mirada, suponen el culmen de los aciertos de este soberbio retrato.