La devoción hacia San Huberto, cuyo milagro tuvo lugar en los bosques de Flandes en época medieval, se incrementó en los inicios del siglo XVII, multiplicándose el interés por su representación. Esta obra es un ejemplo de la colaboración entre Brueghel, que pintó el paisaje, y Rubens, que pintó la figura del santo, arrodillado, arrepentido por su anterior vida disipada y adorando al ciervo en cuya testuz milagrosamente había contemplado una cruz cuando se disponía a darle caza.Se documenta en 1637 en la colección del marqués de Leganés, uno de los principales admiradores de la pintura flamenca en la corte de Felipe IV, y pasó tras su muerte en 1655 al rey.
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