A diferencia de otros retratos pintados que realizó el artista durante esta década, como los de Juan Rivas y Ortiz, Francisco Lameyer y Manuel Wsell de Guimbarda, que son simplemente de busto, en este caso pintó a su amigo de cuerpo entero en un amplio interior. El retratado posa con naturalidad, elegantemente vestido. Un piano y una guitarra aluden a su afición a la música, que compartía con los miembros de la familia Madrazo, mientras que la paleta con los pinceles en primer término, en el suelo, recuerda su condición de pintor. El interior tiene cierta complejidad espacial, pues la estancia en la que se halla el personaje, decorada por un gran tápiz de abocetada resolución e iluminada desde la derecha, se abre a otra, al fondo, iluminada por un segundo haz de luz. Particular interés tiene el reflejo anaranjado del quicio de la puerta junto a la que aparecen unas chinelas como testimonio de intimidad, cuyo vivo color rojo es un eco del que aparece en el paño del primer término junto a la paleta. La elegancia de la actitud del retratado, con corbata azul de pintas blancas y leontina, anticipa la de otros retratos masculinos que pintó después el artista. Como en los retratos de su padre, los brillos tienen gran importancia y destacan aquí, junto a los del aplique y la leontina, los de las lentes de Soriano, que animan sus facciones amables y un punto divertidas, como revelan sus labios entreabiertos, mientras fuma un puro y parece departir con el pintor.
La obra es un buen ejemplo de la primera época del artista. A la influencia de su padre y de la tradición española, se suma ya el conocimiento de la pintura francesa de su época, si bien el carácter del retrato es marcadamente español. Aunque no está fechado, parece haberse pintado a mediados de la década de 1860, y resulta muy superior en entidad y carácter a otros retratos que realizó por entonces.
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