La representación de la vida y muerte de los santos ha sido un tema recurrente en la ilustración del libro religioso a lo largo de la historia. En España, desde los primeros libros miniados medievales hasta el gran desarrollo que alcanzaron las artes gráficas durante la segunda mitad del siglo XVIII, fueron muchos los libros publicados referentes a las vidas de los santos que en su conjunto se conocieron bajo los títulos genéricos de Leyenda Aurea o Flos Sanctorum. De las oficinas tipográficas españolas de la segunda mitad del siglo XVIII salieron cuidadas ediciones de lujo de obras ilustradas literarias, históricas o científicas pero, aunque la estampa religiosa fue la que más proliferó, no ocurrió lo mismo en cuanto a los libros religiosos; muchos de ellos no se ilustraron, convirtiéndose en práctica común que una vez impreso el texto se publicasen, por separado, las imágenes. Este sistema de edición de estampas para libros publicados sin ilustraciones fue el que puso en práctica el grabador Juan Antonio Salvador Carmona (Nava del Rey, Valladolid 1740-Madrid 1805). Según describe él mismo en la nota autobiográfica recogida por Antonio Rodríguez Moñino en 1952, "se propuso hacer todos los [santos] del año, según el Flos Sanctorum de Ribadeneyra, cada uno en lámina de mayor tamaño [que] de quartilla de la misma marca". Cada imagen representaba un hecho de la vida del santo o motivo evangélico celebrado por la Iglesia cada uno de los días del año. Conforme a los anuncios publicados en la Gaceta de Madrid, las estampas se pusieron a la venta en cuatro tandas, encuadernadas o sueltas, entre agosto de 1779 y junio de 1780. Se vendieron en las librerías madrileñas de Antonio Baylo, Manuel Barco, y en la de la viuda de Escribano, cada estampa al precio de dos reales o todo el conjunto en cuatro tomos, a cuatro pesetas.Sin embargo, como continúa diciendo en la nota autobiográfica, la empresa quedó inconclusa "[por] no haber correspondido la venta al coste de obra tan dilatada". El grabador terminó 41 láminas siguiendo en todas ellas los dibujos de Antonio González Velázquez (Madrid 1723-1794), que correspondían a los treinta y un días del mes de enero y los primeros diez del de febrero.Si se tiene en cuenta que entre 1770 y 1773, cuando se fechan los dibujos conocidos que González Velázquez realizó con destino a ser la base de esta colección de aguafuertes, las carreras artísticas tanto de este dibujante como del grabador habían alcanzado gran prestigio, la previsión de un fracaso editorial no tenía cabida. Esto hace pensar que tuvo que ser el precio de venta, muy por encima del que demandaban los consumidores de este tipo de obras, la causa del fracaso del proyecto, poco valorado por el público en su belleza y excelente ejecución. En cuanto a la faceta como dibujante de González Velázquez, su obra respondió a tres necesidades fundamentales: la realización de estudios preparatorios para sus pinturas, la creación de modelos para la enseñanza de la pintura en la Academia, y dibujos para ser grabados. Entre estos últimos se encuentra la presente serie que permaneció inédita hasta 1988 cuando José Manuel Arnaiz la dio a conocer. Ya en 1922 Félix Boix había aludido a estos "numerosísimos dibujos, algunos firmados y ejecutados con gran soltura, que representan escenas de vidas de santos y martirios de los mismos con la fecha del día, y que una vez vistos son inconfundibles". A pesar de tratarse de dibujos para grabar, la invención narrativa y la soltura de la técnica difieren de los tradicionales dibujos empleados en el grabado de reproducción, caracterizados por un sombreado de líneas paralelas que facilita el traslado a la matriz. González Velázquez empleó una técnica menos prefijada, que combinaba la pluma de tinta parda -de trazo sinuoso unas veces, alargando el canon de las figuras y otras, simplificando los rostros con líneas rápidas y nerviosas- con sutiles sombreados de aguada, más densa en puntos concretos. Este modo de trabajar recuerda su aprendizaje romano con Corrado Giaquinto.Aunque las historias representadas fueron tomadas en general del Flos Sanctorum escrito por Pedro Ribadeneyra, parece demostrado que la elección del santo del día -pues a cada día le correspondía más de uno- y de la anécdota representada en cada dibujo fueron responsabilidad del propio González Velázquez. Él mismo apuntaba en el verso del papel el día al que correspondía el dibujo y el tema, además de su firma y fecha. De esta manera aparece al dorso de este dibujo de San Julián, la siguiente nota manuscrita a tinta parda: "dia 7 de enero San Julian Martir fue soldado le degollaron ynmediato alos muros de una ciudad. An.o Velázquez. Oy 9 [sobre 8] de junio de 1773". La edición del Flos Sanctorum que Antonio González Velázquez manejó para sus dibujos tuvo que ser la de Joaquín Ibarra de 1761, pues en esta edición aparecía citada Santa Fausta, también dibujada por él, que no figuraba ni en la primera de 1616 ni en las sucesivas hasta 1751. Además, como excepción, empleó otras publicaciones religiosas para los dibujos correspondientes a los días 7 y 13 de enero, San Julián y el Bautismo de Cristo respectivamente, y para el 8 de febrero, San Juan de Mata. El primero de ellos, San Julián, está inspirado en la narración de la Leyenda Aurea de Santiago (Jacobo) de la Vorágine, publicada con variantes repetidamente en España desde que lo hiciera su primera edición impresa de 1470 en Basilea. En cuanto a los otros dos, el Bautismo de Cristo y San Juan de Mata, empleó otra publicación de carácter devocional titulada Año Christiano, ó Exercicios devotos para todos los días del año del francés Jean Croiset.En esta escena del martirio de San Julián resulta evidente la capacidad narrativa del dibujante que ya había sido apuntada por Ceán Bermúdez en su Diccionario (1800). El santo, colocado en el centro de la composición junto a su verdugo, espera resignado de rodillas la purificación del inminente sacrificio mientras que el ejecutor tensa sus músculos en forzado escorzo, en un gesto de poder, preparado para llevar a cabo su mandato. A la izquierda y en un segundo plano, el cónsul Crispino, entronizado, ordena el asesinato ante las miradas de pavor del resto de los soldados y gentes del pueblo.
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