Ignorante hasta entonces de su parentesco, un jovencísimo don Juan de Austria, conoce la identidad de su verdadero padre, el emperador Carlos V, a quien es presentado por su tutor en el Monasterio de Yuste.
Rosales reconstruye este hecho histórico en un cuadro realizado tras una profunda reflexión formal e histórica. La composición dividida en dos grupos refleja el abismo psicológico y emocional que separa al joven de la figura majestuosa del emperador. El colorido aplicado con brillantez, la pincelada breve y abundante, el dibujo preciso y la habilidad compositiva, son características que hacen de ésta una de sus mejores pinturas. Realizado en un formato inusual para la pintura de historia por su pequeño tamaño, Rosales se preocupó mucho por la reconstrucción histórica precisa, tanto de los trajes, como del escenario palaciego. Prueba es la incorporación en el fondo del Cristo y la Dolorosa de Tiziano, cuadros que efectivamente Carlos V trasladó al Monasterio de Yuste durante su retiro.
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