La escena, inspirada en el relato biográfico del historiador Quintana, recoge el momento preciso en el que Gonzalo Fernández de Córdoba -el Gran Capitán-, recorre, al despuntar el alba, el campo de Ceriñola después de haber tenido lugar, la singular batalla que sostuvieron el 27 de abril de 1503 las tropas españolas contra las francesas, por la posesión del reino de Nápoles, hallando, con una mezcla de tristeza y estupor, el cadáver del que, en otro tiempo, fue su amigo y aliado, Luis de Armagnac, Duque de Nemours, capitán a la sazón del ejército francés. Entre las escasas incursiones en el género histórico que Federico de Madrazo realizó a lo largo de su vida, cabe destacar esta obra, en la que está deliberadamente presente el peso de la tradición académica nacional, tamizado por el refinado lenguaje estético del academicismo romántico europeo que Federico de Madrazo vió y aprendió en su primera estancia en París, el año anterior a la realización de este cuadro. Tanto la temática como la composición evocan, con gran acierto, al velazqueño cuadro de Las Lanzas (P01172) que, sin duda alguna, estuvo en su mente en el momento de su realización. La actitud compasiva del vencedor frente al enemigo, subrayando la dignidad del capitán español que se ve reforzada además, por un efectista foco de luz que marca el punto central de la composición, o el empleo de las líneas verticales de las lanzas, o la horizontalidad de la disposición de los personajes, o las líneas de fuga que sitúan el episodio histórico en el escenario, son recursos extraídos, o al menos inspirados, en la obra de Velázquez, incluida la licencia de autorretratarse -como se pensaba entonces lo había hecho el pintor sevillano- en el extremo derecho de la composición.
Las agendas-diarias de Madrazo narran pormenorizadamente la ejecución de este óleo en Madrid, tomando para las cabalgaduras y personajes modelos del natural, reconociéndose entre ellos a destacados prohombres del mundo cultural y artístico nacional y a varios amigos del pintor y, a quienes no dudó en retratar subrayando sus caracteres personales. La obra, presentada en 1835 en la Exposición de la Academia de San Fernando, fue muy valorada y levantó una gran expectación, no pasando tampoco desapercibida en la exposición que en 1838 realizó en el Salón de París.
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