Retratado a sus 42 años, de busto largo ante un fondo neutro, el escritor viste levita y corbata de raso negras. De frente ancha y despejada, pobladas patillas y bigote, introduce su mano entre la botonadura de la levita, sobre la que ostenta las grandes cruces de las órdenes de Carlos III -concedida en 1838-, e Isabel la Católica, cuya banda asoma tímidamente bajo las solapas.
Éste es, sin duda, uno de los más hermosos retratos masculinos pintados por Federico de Madrazo durante su primera madurez a uno de sus amigos más queridos, como testimonia su dedicatoria y la soberbia calidad de su factura, en la que Madrazo destila lo mejor de su maestría retratística de estos años, todavía impregnada de un profundo halo romántico, influenciado por el arte de Ingres y muy por encima del resto de los pintores españoles de su generación.
Así la extraordinaria elegancia natural con que está retratado el escritor que posa en actitud digna y noble -"con un empaque distante propio del que sueña" al decir de Gaya Nuño-, desterrando cualquier elemento decorativo para concentrar su interés en la captación más honda y sincera de su carácter, la intensidad expresiva de sus grandes ojos y su semblante sereno, así como la asomborsa fuerza vital de su cabeza, espléndidamente modelada a base de suavísimas transparencias y breves toques de luz en las pupilas, nariz y barbilla, sitúan sin duda alguna este retrato como un de las obras maestras de este periodo de la producción del artista.
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