Desde varios puntos de vista, aunque la obra no está fechada, se trata de un bodegón de transición entre la primera mitad del siglo XVII y la segunda, en la medida en presenta aspectos que le refieren al mundo de Van der Hamen, retrotrayéndole al inmediato pasado estético, y pormenores que parecen prefigurar el impulso barroco de las creaciones de Pereda propias de la sexta década de la centuria, cuando el reinado de Felipe IV (1621-1665) comienza a entrar en su fase declinante, sin excluir ciertos ecos de creaciones napolitanas coetáneas, al modo de las de los Recco y las de Ruoppolo, según comenta Pérez Sánchez. Ponce, que primero fue aprendiz y más tarde colaborador de Van der Hamen, toma de éste varias ideas, pero renuncia a otras características del estilo que define los bodegones de aquél. En esta obra se da una curiosa combinación de utensilios de cocina , representados sobre un sillar prolongado, del que se aprecia el extremo derecho y un menudo elemento dulcificador de los rigores cotidianos, como son las flores de la izquierda del lienzo. Hay un deseado desorden en forma de amontonamiento como si imperase el azar por carecer de espacio; su disposición de conjunto es todavía frontal y paralela al eje mayor de la obra. La iluminación trae resonancias tenebristas que sirven para valorar los volúmenes que resaltan sobre las sombras y se aprecia una reducida gama de color que da la primacía a los tonos terrosos, aun cuando aparezcan acordes rojos, blancos, verdes y amarillos que otorgan vivacidad a la composición. Algunas de estas características evocan a Loarte y al último periodo de Van der Hamen; en contraposición a la acumulación que busca una especie de descoordinación tendente a la confusión, los fondos algo más claros que los del pasado, las finas calidades táctiles, el contraste de brillos frente a mates, los pormenores que sobresalen de la arista pétrea, los motivos que se recortan a contraluz, cierta tendencia a un juego de diagonales, etc., constituyen pruebas a favor de que se está entrando en una consideración nueva de la naturaleza inerte que preludia el dinamismo creciente del Barroco. Orihuela indica la personalidad de la técnica del autor con su manera prieta de pintar, con sucesión de pinceladas lisas que intermitentemente se interrumpen por toques cargados de pasta, con objeto de destacar los reflejos sobre las superficies de la luz que penetra por la izquierda. Hay curiosas insistencias del artista, tal y como es frecuente en él, al trazar líneas más gruesas para delimitar perfiles a fin de constituir con mayor vigor la realidad de ciertos elementos