El retrato sedente se había conformado en el siglo XVI como una representación adecuada para las altas dignidades eclesiásticas, y también, gracias a Tiziano, como una variante del retrato de aparato, una peculiar imagen de la majestad habsbúrgica que hacía referencia a la sabiduría y la prudencia como virtudes propias del soberano. En esta imagen Bartolomé González sitúa al monarca sentado en un sillón frailero y portando los elementos distintivos de su condición, el toisón y la espada, además de los guantes de ámbar, un lujoso accesorio en la moda de la época. El formato reducido hace que la presencia del monarca se sitúe en un plano más próximo al espectador. Destacan las vestiduras blancas del Rey sobre el fondo oscuro, fondo donde ha incluido un bufete y un cortinaje símbolos de poder regio.
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