El catalán Lluís Rigalt fue uno de los más destacados representantes del paisajismo español del siglo XIX y su producción pictórica abarcó prácticamente toda la centuria, evidenciándose en ella su paulatina evolución, desde los postulados más tardo románticos hasta llegar a un naturalismo de carácter realista. Junto a esta faceta artística, el pintor cultivó también a lo largo de su vida otra, no menos interesante, al servicio de la decoración y de la puesta en escena de obras de ópera o teatro. Aunque se desconoce la finalidad concreta de esta obra, el tema elegido hace suponer que se realizó con la intención de servir de boceto de decoración o telón de fondo de alguna obra dramática de carácter romántico. Las construcciones medievales en ruinas, iluminadas por la luz natural de la luna o el resplandor del fuego, fueron un elemento muy recurrente para ambientar un espacio propicio al desarrollo del drama romántico, en el que afloraban de manera desmesurada los sentimientos y en el que era mucho más relevante la belleza formal que la autenticidad de los contenidos históricos. Elementos asociados al Romanticismo como la nocturnidad, el crepúsculo, las brumas o los restos materiales del pasado, ejercían una fascinación nostálgica y proporcionaban una imagen de desolación y melancolía, en consonancia con el desarrollo de la mayor parte de las historias que se escenificaban en el teatro. La luna, o más bien el claro de luna, con sus reflejos rutilantes, fue protagonista y testigo mudo de muchas de las leyendas medievales que tomaron forma escénica en el Romanticismo, sirviendo no solo como efecto escénico sino también como claro símbolo del claroscuro vital de los propios personajes. Así, en este paisaje crepuscular de Rigalt ubicado en las orillas de un lago, protagonizan la escena los restos de un monasterio gótico iluminado por la luna, escondida tras la mole arquitectónica del torreón fortificado. El foco de luz incide expresivamente sobre el interior de las ruinas, en una clara referencia al universo interior de la persona, a lo más recóndito, dejando en penumbra el exterior del edificio, cuyas formas, invadidas por la naturaleza, se enmascaran ante la evidencia de su potencialidad destructora e irreversible. Semejantes composiciones, en sus más variadas versiones, fueron utilizadas asiduamente por el pintor y en ellas nunca faltaron elementos como los descritos, surgidos siempre desde un fondo paisajístico casi irrelevante.
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