La pequeña María Teresa aparece sentada ante una mesa camilla en la que está colocado un tablero sobre el que ha formado una construcción en equilibrio con las fichas del dominó y de las damas; un juego de aprendizaje al que inconscientemente responden todos los niños en su avidez por desarrollar sus habilidades motrices e intelectuales, y que sin embargo, dada la complejidad de lo construido, nos sugiere la presencia de un adulto a su alrededor, ayudando en una composición evocadora, incluso, del entramado arquitectónico de cualquier pueblo, rematado en altura con la iglesia y la torre de su campanario. Contrasta el virtuosismo de un dibujo muy medido y perfilado para la cabeza con la resolución, en manchas, del resto del cuerpo y el tablero de juego, originando unos volúmenes que, por otro lado, aparecen indisolublemente unidos. De la sutilidad de la técnica de Fortuny y de la calidad pictórica de la acuarela da rendida cuenta el rostro sonrosado de la niña, pintado con pequeños toques de bermellón y con juegos de luces que van delimitando, por ejemplo, la forma del casquete del que asoma el cabello sedoso y rubio sobre su frente. Asimismo, sombras apenas perceptibles van marcando el contorno de los párpados o las sienes ligeramente hundidas, logrando una obra de indudable atractivo visual.