Retrato de María Figueroa, de cuerpo entero, a la edad de nueve años. La niña, hija de Rodrigo Figueroa y Torres, duque de Tovar y amigo del artista, aparece caracterizada como una menina del siglo XVII.
La huella de Velázquez se aprecia no sólo en el argumento, sino también en el colorido empleado por Sorolla, con una gama a base de rojos, ocres, blancos y platas, muy similares a los mejores retratos femeninos del sevillano. La factura con que aborda la pintura es, sin embargo, de una modernidad absoluta e inusual para la época, de toque libre y alta plasticidad, jugando en ocasiones con la propia preparación del lienzo, que en ocasiones queda visible gracias al abundante empleo del disolvente en el pincel.
El cuadro, que permaneció en manos privadas desde su creación hasta la entrada en el Museo del Prado, aporta un singular testimonio de la mirada del pintor valenciano a la pintura tradicional española, a través de los cuadros de Velázquez que Sorolla pudo conocer en el propio Museo.
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