Retrato de Ignacio, hijo menor del artista y uno de sus modelos favoritos, a la edad de once años. La profusión de retratos infantiles de Pinazo se basaba en su capacidad para captar la frescura y espontaneidad de las acciones infantiles, realizando obras de gran intimismo y cercanía.
El retrato, quizás uno de los mejores del pintor, muestra sus características más personales: la entonación oscura y el largo trazo negro para remarcar los perfiles. Sin embargo, la cabeza del muchacho está modelada mediante pinceladas muy sueltas y de gran maestría técnica, que muestran cómo Pinazo conjugaba perfectamente la línea con el toque espontáneo. La situación del joven en un fondo negro que hace resaltar la figura y la perfecta composición general del cuadro, con un pequeño giro en la posición del niño, hacen de este retrato una de las mejores obras de su autor. La obra fue muy bien recibida por la crítica del momento, siendo premiada en la Exposición Nacional de 1899 con una primera medalla.