La contemplación del cadáver de la emperatriz Isabel de Portugal, mujer de Carlos V, produce un hondo efecto desalentador en Francisco de Borja, duque de Gandía, quien prácticamente cae derrumbado ante uno de sus caballeros. La visión melodramática con que el pintor abordó el cuadro está reforzada por las actitudes de otros personajes, como el niño horrorizado, quizás ante su primer contacto con la muerte, o la dama que desolada se cubre la cara con las manos.
La blancura del féretro, ropas mortuorias y catafalco captan la luz que penetra desde la izquierda, dejando en penumbra el fondo de la estancia. Con este recurso el pintor logra plenamente la intensidad y el dramatismo buscado. El perfecto dominio del dibujo junto a la reproducción táctil de las distintas calidades de las superficies son los elementos más destacables de la obra del artista, quien, gracias a la utilización de pinceladas jugosas y sueltas, recuerda lo mejor de la pintura barroca española.
Adquirido para el Museo del Prado, pasó posteriormente al Museo de Arte Moderno.
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