Ante un fondo oscuro se recorta la figura casi escultórica del Crucificado al que devotamente mira un pintor. Se trata de San Lucas que, además de evangelista, fue médico y artista. Tras esa referencia de carácter bíblico quizá se esconde una alusión más general al valor de la pintura como arte que alcanzaba su mayor utilidad en su condición de instrumento devocional. También se ha apuntado que puede tratarse de un autorretrato -más alegórico que literal- de Zurbarán.
El Crucificado aparece clavado a la Cruz con cuatro clavos, fórmula que deriva en última instancia de Durero y que fue muy común entre los pintores que trabajaron en Sevilla en el siglo XVII, como Pacheco, Velázquez o Alonso Cano.
Esta obra perteneció al infante don Sebastián Gabriel (1811-1875) y, posteriormente, a su hijo don Alfonso de Borbón y Braganza. Fue adquirida para el Museo del Prado en 1936 con fondos del Legado del conde de Cartagena.