Autor de numerosas Inmaculadas, en los últimos años de su vida Murillo crea una fórmula ideal en la que aparece la Virgen vestida de blanco y azul, con las manos cruzadas sobre el pecho, pisando la luna y con la mirada dirigida al cielo, con un claro impulso ascensional, muy barroco, que coloca a la figura de María en el espacio empíreo habitado de luz, nubes y ángeles, y que sirve para aunar dos tradiciones iconográficas: la de la Inmaculada propiamente dicha y la de la Asunción.
La pincelada suelta y enérgica, la composición helicoidal, el uso de la luz y la sensación de movimiento que emana de la obra, hacen de ella un extraordinario ejemplo del arte barroco.
Encargada por Justino de Neve (1625-1685) para el Hospital de los Venerables Sacerdotes de Sevilla, fue llevada en 1813 a Francia durante la Guerra de la Independencia por el mariscal Soult y, tras exponerse durante casi un siglo en el Museo del Louvre, en 1941 ingresa en el Museo del Prado.