Esta agradable representación floral posee una gracia y una ligereza muy dieciochescas, al modo francés tanto de la primera mitad del siglo, con resonancias clasicistas, como de las postrimerias del rococó: sin embargo, su formulación evoca los cuadros de Arellano, con los que posee innegables concomitanzas. Aquí Espinós despliega una maestría técnica, basada en el dominio del cromatismo y los hábiles contrastes de luz y sombra -el florero se destaca con marcada nitidez sobre el fondo en penumbra- que le otorgan un elevado rango respecto de los pintores de su generación. Se advierte que resuelve su tarea con pinceladas vibrantes y bien empastadas aunque sin excesos, detrás de las cuales hay un gran dominio del dibujo; análogamente juega con un cierto dinamismo en tallos y pétalos y, desde luego, refleja un gusto por las calidades táctiles altamente sugestivo, que patentiza sus excelentes dotes de observación y su manera de plasmar todo ello en una pintura.
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